Llevaba semanas esperando la publicación de El director de David Jiménez. Un título que estaba generando una gran expectativa debido a lo polémico y revelador de su contenido. Un ensayo donde, quien fue director de uno de los periódicos españoles más importantes e influyentes, El Mundo, iba a contar su tormentoso trabajo durante un año desvelando todos los sucios tejemanejes del diario y sus relaciones incestuosas con la política nacional.
Por eso, cuando el libro llegó a mis manos, lo sentí como si estuviese sosteniendo una bomba de relojería. Uno de esos ensayos que prometían estallar con su llegada a las librerías dejando a su alrededor un reguero de cadáveres ilustres.
Sin embargo, no sucedió algo así. Las páginas pasaban, los capítulos terminaban y no encontraba ninguna de esas reveladoras informaciones que esperaba encontrar. Ni rastro de esa bomba sobre las cloacas del establishment que deseaba leer con tantas ganas.
Quizá fuera que las expectativas eran demasiado altas, lo cual es un pasaje directo hacia la decepción. Quizá fuese que yo, en mi deseo por conocer mejor el mundo en que vivimos, esperaba, ingenuamente, encontrar algo revelador.
Es cierto que David Jiménez desgrana sin tapujos las presiones políticas y corporativas que recibía para cambiar su línea editorial. Es verdad que señala con el dedo a todos los personajes influyentes y compañeros de profesión que trataban de dinamitar su cambio hacia una gestión más apartidista del diario. Tampoco miente cuando dice que va a ser fiel a la verdad porque todo lo que cuenta suena bastante verídico.
El director, en sí mismo, me parece un buen ensayo. Está bien narrado, es fluido, resulta ameno y da la sensación de que el autor habla con bastante honestidad sobre su experiencia. Y resulta loable que David Jiménez intentase mantener, contra viento y marea, su independencia para cumplir con la ética de lo que debería ser el auténtico periodismo, que no es otro que contar la verdad de la manera más objetiva posible. Lejos de dudosos intereses personales o corporativos. En ese sentido, podría decirse que el periodista ha hecho bien su trabajo. Al menos que ha puesto su mejor voluntad en ello.
Pero el periodismo, como la literatura, no solamente es contar bien una historia. También es contar algo que el lector no sepa. Y el gran problema de El director, en mi opinión, es que no dice casi nada nuevo. Desde luego, nada que no pueda saber cualquier ciudadano informado fuera de los chismes sobre las intrigas de pasillos y despachos del diario. Lo cuales, muchas veces también se filtran a la opinión pública de maneras muy dispares.
Sabemos más o menos quién detenta el verdadero poder, sabemos más o menos en qué anda metido cada uno y sabemos cómo intentan hacer cualquier cosa para seguir afianzando el status quo.
Quizá por eso, a medida que iba leyendo El director tenía la sensación de que David Jiménez, en realidad, quería hacer un ejercicio de conciencia. Más bien como un intento de expiar sus culpas por no haber logrado hacer el periódico que soñaba en sus entusiasmados días como estudiante de periodismo. Como una justificación ante los suyos de que el doloroso recorte de plantilla venía impuesto por la cúpula empresarial y que el boicot a sus propuestas de renovación era demasiado fuerte para hacerle frente.
No cabe duda que David Jiménez, con este ensayo, habrá levantado muchas suspicacias en algunos sectores y habrá molestado enormemente a todas las personas de las que habla; aunque se refiera a muchas con pseudónimos que hagan fácil imaginar de quién está hablando. En realidad, ese debería ser el daño colateral de todo medio periodístico.
Pero me temo que deja algo frío a quienes ni estamos en el poder ni nos atrae demasiado la idea de formar parte de ese turbio universo. Porque no deja de ser un mundo ajeno a la realidad de la gente corriente, que probablemente sean los que leerán mayoritariamente el ensayo, quienes ya tienen una idea más o menos clara sobre cómo funcionan las cosas en las más altas esferas.
Si acaso, el mayor mérito que veo en El director, para quienes no vivimos en esa realidad, sea que alguien que ha estado metido en el epicentro del establishment nos confirme que las cosas son tal y como las imaginamos desde fuera. Porque me temo que un ensayo de este estilo llega demasiado tarde. Probablemente hace quince o veinte años, y no digamos mucho antes, un libro así, cuando la sociedad era, si no más ingenua, sí mucho más permisiva con los desmanes del poder, habría resultado un auténtico acontecimiento informativo y editorial.
Seguramente, como en los buenos tiempos de El Mundo, unas memorias así habrían tumbado un Gobierno y hecho rodar unas cuantas cabezas que parecían intocables. Pero me temo que, a día de hoy, con una sociedad tan desencantada y apática donde ningún estamento del poder tiene credibilidad alguna entre la población, resuena como un petardo que hace algo de ruido pero no levanta a nadie de su asiento. Y eso, para el periodismo, es un drama.
También puede que sea una terrible muestra de nuestro evidente deterioro como sociedad, donde parece que la indignación ha dado paso a la indolencia. Quién sabe.
De lo que no cabe duda es que habrá que seguir buscando la verdad y contándola de la manera más honesta posible. Y en ese aspecto, parece que David Jiménez ha hecho un buen trabajo.
Lamento discrepar con esta visión de rigor excesivo con un ensayo que , a mi juicio, ha logrado un enfoque valiente sobre los entresijos del periodismo. No es culpa de David Jiménez que su libro no haya producido un ruido devastador para la satisfacción de quienes esperaban un misil y no la correcta , emotiva, indignada e inteligente exposición de hechos, circunstancias y anécdotas que enmarcaron su paso por la atalaya de un mundo decadente ,pero aferrado a una supervivencia que raya en un ominoso incesto con el poder, cuando la ética más elemental obliga a mantener la más hidalga distancia, si es que se quiere ser leal con los lectores. El libro cumple a cabalidad con el desenmascaramiento de una fauna de titiriteros, oportunistas y palmeros que se adosan al poder, y que se venden como periodistas. Es un texto que posiblemente lleva muchas nueces y que hace poco ruido. Claro, parece que eso es algo imperdonable para los habitantes de un mundo que se ha acostumbrado a vivir entre el ruido trumpiano que predomina y ensordece. Así, ya no es posible sintonizar a la huidiza razón, que no se atreve con el tsunami tuitero que nos estalla sin piedad alguna como fuegos artificiales ante nuestra despavorida retina.