Ser madre. Serlo y convertirte en víctima, pero a la vez en verdugo. Ser madre y serlo fragmentada. Serlo y convertirte en silencio. O en grito, mientras el tiempo avanza y convierte los pasos en pedradas que se lanzan, con fuerza y con saña, a tu propia cabeza. Son los demás los que te juzgan, pero también te juzgas a ti misma. Ser madre, y en un pequeño rincón, contra la pared, los juicios y prejuicios que, por eso mismo, por ser madre, se te conocerá, se te describirá, se te invisibilizará. Ser madre, hoy y ayer, y en un futuro, en un momento trágico o en la maldita rutina que llega, por seguir con los tópicos absurdos, después de la tormenta. Una calma que en realidad es huracán, es grieta, es espina y es puñal. Pero también es ahogo, es lágrima, una media sonrisa, es violencia, es aquello para lo que lo estabas preparado. Dejar de ser madre o serlo de nuevo. Ya se entenderá más adelante. Ser madre. Serlo y no ser nada más. Desmadejada la bobina de hilo ya no eres mujer, ya solo madre, ya solo una madre loca, una madre trágica, una madre descuidada. Ser madre no significa una sola cosa. Son muchas y están en esta historia.
Una madre pierde a su hijo, Daniel. Lo pierde y su vida se convierte, desde entonces, en un hueco que ya no puede llenarse. O que se llena devolviendo el daño que siente hacia sí misma. Una mujer, convertida en madre, porque es la secuestradora de ese mismo Daniel. Leonel es ahora. Y aunque ese niño estaba destinado a llenar el vacío, en realidad lo que va a destapar es todo lo que no se ha puesto nombre hasta ahora.
Las lecturas han llegado, a mi casa, de una forma extraña en los últimos tiempos. La historia que hay detrás de “Casas vacías” es la que sigue: paseé por las librerías y, después de verlo tanto por las redes sociales, no quise comprarlo. Me atraganto últimamente con la sobrexposición. Entre medias, una pandemia. ¿Qué os voy a contar que no sepáis ya? Y después, cuando abrieron las librerías, volví. Miré la contraportada. El interés subió como si no hubiera otra cosa en este mundo. Salí con él bajo el brazo y, en día y medio, ya lo había leído. No lo podía dejar. Leí con fruición, con esa necesidad de saber qué sucede después, con la sensación de que el dolor no podía ser mayor para equivocarme cinco minutos después. Y cerré el libro, y comprendí las buenas palabras, entendí lo que me decían cuando me aseguraban que me iba a gustar.
Con un primer capítulo que me parece de una dureza extrema, Brenda Navarro construye una historia a dos voces en las que los papeles de víctima y victimario, al principio, están claramente definidos, para pocos capítulos después, diluir esa responsabilidad y no saber muy bien de qué lado ponernos. Creo que, aunque el tema principal que sobrevuela toda la novela sea la maternidad, lo más importante es la violencia. Una violencia sobre los menores – ciertos pasajes de la primera madre sobre la hija que ha quedado en la casa después de la desaparición son prodigiosos, pero de una dureza sobresaliente –, una violencia sobre nosotros mismos – la culpa, el arrepentimiento, lo que consentimos que nos hagan, el golpe disfrazado de amor – y, por último, una violencia ejercida por la sociedad – las diferencias entre las dos madres, socialmente hablando, establecen un marco increíble para comparar los diferentes argumentos que se dan a sí mismas las madres –. Ser madre se convierte aquí, lejos de los tópicos bienaventurados, en un concepto violento. Y creo que ahí radica todo lo bueno que se ha venido hablando de “Casas vacías”.
Es posible que, dadas las circunstancias, le encuentre un pequeño lado negativo. Creo que la parte de la mujer secuestradora se alarga demasiado contando la realidad que vive. Obviamente, es necesario saberlo, pero creo que llega un momento en el que se gira sobre las mismas situaciones, o parecidas, durante demasiado tiempo cuando el lector ya se ha puesto en el contexto. Pero es un mal menor, muy menor, para un texto que me ha parecido una lectura sobresaliente.
La literatura escrita por mujeres está siendo reconocida, por fin, como se merece. Ya no miramos con condescendencia las obras de las autoras. Lo que queremos es tenerlas en las manos, leerlas, descubrir todo lo que tienen que decir y, después, seguir recomendándolas. Queda un largo camino por recorrer todavía, pero poder tener historias como la de “Casas vacías” hace que, ese acto de leer que se ha vuelto tan colectivo, merezca la pena. La merezca, y mucho.