Poco más hay que hablar que no se sepa de El cuento de la criada. El boom de la irreverente novela de Atwood escrita en 1985 y alentada por la serie de HBO hace apenas dos años ha hecho que la espera haya sido eterna para saber cómo la autora seguía hincando el diente en esa sociedad ficticia y un tanto profética que nos hizo estremecer. Reconozco mi ambivalencia entre esta espera y el pensar que mejor no seguir leyendo sobre Gilead, por si la magia y el zarpazo de la primera novela acababa esfumándose en Los testamentos. Dos días después de terminarlo sigo valorando el resultado. No puedo confirmar ni que la magia continúe ni que se haya esfumado, todo ha quedado en un limbo literario y emocional difícil de explicar, pero al menos quiero contaros las impresiones que me ha dejado la secuela más esperada de la temporada.
En El cuento de la criada la narración de la criada Defred, protagonista absoluta de la historia, nos fue más que suficiente para adentrarnos en la República de Gilead y alterarnos todos los sentidos y los miedos sin un despliegue narrativo exagerado ni una trama rocambolesca. Será porque todo lo que leímos no estaba tan alejado de ciertos temores cada vez más palpables en nuestro mundo. En Los testamentos las directrices narrativas cambian y no poco. Han pasado quince años desde que cerramos la historia con Defred entrando en aquella furgoneta que dejaba abierto cualquier final imaginable. Ahora la historia la escriben tres voces femeninas, una chica adolescente fruto de la República de Gilead, hija de un Comandante y su esposa , aunque biológica de una criada, tal y como establecen sus leyes. Ha sido educada para ser la esposa de otra figura importante de los altos mandos giledianos y continuar con la labor de esa sociedad. La segunda voz la pone otra chica canadiense que ve desde fuera de sus fronteras lo que Gilead hace con sus ciudadanos, protesta contra ello y formará parte de manera significativa en el futuro de la teocracia. Para mí el personaje menos atractivo auque su papel sea fundamental en la trama. Pero si por algo merece la pena leer Los testamentos es por Tía Lydia. Con ella, Atwood nos devuelve a los mejores momentos de la primera novela, a esas emociones dolorosas, a esas situaciones despiadadas y ese corazón helado y egocéntrico que también se tambalea, propio de las entrañas de Gilead. Tía Lydia es una especie de madre superiora con poder absoluto en nombre de Dios que sabe manipular hasta a los mayores mandos masculinos de Gilead, (no olvidemos que allí los hombres están muy por encima de las mujeres en todo los aspectos). Su estrategia de supervivencia y objetivo vital construye toda la trama de la novela, mucho más ambiciosa y compleja que en la primera parte, aunque con menos impacto y «puñetazo en el estómago». Podemos decir que este libro está escrito más a favor de la propia historia y su resolución, menos rebuscar en las tripas de esa sociedad y las de sus lectores. Más orientada a la aventura y con menos brillo en Gilead, aunque el mensaje de referencia siempre está presente.
Tal y como escribo estas líneas creo que mi conclusión es que sí merece la pena leer Los testamentos por varias cosas ineludibles que no os podéis perder, pero no esperéis ni el asombro, ni la emoción ni el desgarro de la primera vez. Posiblemente nunca, nada, es como la primera vez. Bienvenidos a Gilead.