El tiempo pasa factura. Las lecturas, a medida que pasan los años, van sumando lectores y son estos los que deciden si un libro ha pasado el peso del tiempo o, por el contrario, se mantiene tan intacto como cuando se publicó. Y de pocos libros puede decirse que superen la prueba del tiempo. De hecho, diría que en una época en la que la inmediatez en casi todo, y también en el mundo editorial, hace mella es prácticamente imposible que, como me ha sucedido con Ojos de agua, se mantenga intacto después de casi trece años. Porque en realidad yo no tenía pensado leer a Domingo Villar, no por animadversión ni nada por el estilo, pero fue al ver que se publicaba la tercera parte de su saga con Leo Caldas como protagonista, cuando decidí darle una oportunidad a su primer título ya que todo lo que leía eran maravillas. Y como suele suceder con las expectativas, fueron más grandes que lo que ha supuesto la realidad. Porque uno tiende a pensar que el tiempo, con todo lo que conlleva a su alrededor, es un enemigo más de aquello que somos, escribimos y leemos. Y supongo que, después de tanto tiempo, no soy el mismo que hubiera leído este primer título que el que lo hubiera hecho hace trece años. Pero vamos a ir por partes…
El cadáver de Luis Reigosa aparece en su apartamento. Ha sido atado al cabecero de su cama y lo que se presupone una muerte pasional puede ser otra cosa cuando se descubre cómo ha muerto. Será Leo Caldas el que investigue el caso recorriendo la costa gallega junto a su compañero Rafael Estévez, maño destinado a Galicia.
Lo más importante a la hora de leer Ojos de agua es tener clara una cosa: no hacer caso a todo lo que se está hablando de Domingo Villar. Empezar a leer este libro sin ningún tipo de condicionamiento, sin ningún tipo de idea preconcebida, sólo por el simple hecho de querer ponerte a leer una historia policíaca de tintes clásicos, con un esquema muy típico dentro del mundo de la novela negra, y que termina siendo una lectura de entretenimiento sin mayor ambición que la de hacer pasar un rato agradable al lector. Y no digo esto último como algo negativo, que conste. Si esto no se produce así, es muy posible que suceda lo mismo que me ha sucedido a mí: que se acabe pensando que, aquello que me han vendido como extraordinario, no te lo parezca y acabes cerrando el libro, al llegar al final, pensando que has leído algo tan normal como olvidable. De nuevo, el juego de las expectativas. Pero lo más importante, como decía al principio, es ver cómo el paso del tiempo hace que las lecturas no se mantengan tan bien como cuando las hubieras leído de haberte acercado a ellas.
La novela tiene pequeños fallos. Es más, me parece normal dado que es la primera novela de Domingo Villar y se publicó hace tanto tiempo. Pero el mayor fallo es en el momento final, por un detalle que hace que se descubra absolutamente todo lo que hay detrás del asesinato. Hay algo en ese detalle que chirría, de la misma forma que la hay en el mundo que describe el autor sobre los bares de determinado tipo. Y conste que entiendo la parte ficcional, esa dualidad entre describir una verdad o hacerlo desde la subjetividad que tienen los personajes, pero llega un momento en el que ciertos estereotipos agotan a este pequeño lector. Pero con todo ello Ojos de agua se me ha hecho entretenida. No es una lectura que implique un esfuerzo superior al lector y Villar sabe dosificar a la perfección los detalles que debe llevar a cabo en la investigación para que empecemos a dar vueltas sobre lo que podría o no haber sucedido. Se agradece que no haya creado tramas paralelas que disminuyan el ritmo, creando nudos innecesarios.
El tiempo pasa factura. Para todos. Ninguno de nosotros puede decir que, trece años después, no resulte contradictorio mucho de lo que ha hecho o mucho de lo que es. Creo que con la literatura, salvo excepciones que me seducen por completo, sucede lo mismo. Pocos libros superan el tiempo con la dignidad suficiente como para convertirse en una de esas recomendaciones tan globales como necesarias. Ojos de agua, para mí, hubiera sido una lectura completamente diferente si la hubiera leído con mis veintiún años. Trece años después, y con tantas lecturas a cuestas, no ha sido lo mismo.