Todos queremos ser felices. Y también queremos sentir que nuestra vida está llena de sentido y experimentarla con plenitud. Alcanzar ese estado de bienestar personal donde vivamos totalmente satisfechos de quienes somos y de nuestros logros personales. Y que ese estado, a ser posible, resulte permanente.
Sin embargo, hay un problema y es que, en realidad, no sabemos qué es la felicidad ni cómo lograrla. Filósofos y artistas llevan miles de años trabajando en ello. Los científicos, unas pocas décadas. Y ninguno ha sacado conclusiones claras ni fórmulas que funcionen para todos porque la felicidad es un concepto tremendamente escurridizo; como la mayor parte de los conceptos.
Aún así, intentamos destinar todos nuestros esfuerzos e ilusiones en lograrla. Eso por no hablar de las ingentes cantidades de dinero que algunas personas pueden llegar a gastar en terapias, libros para mejorar eso que ahora llaman inteligencia emocional, seminarios sobre pensamiento positivo, talleres de mindfulness, asesoramientos de coaching… Porque alcanzar la “felicidad”, durante los últimos años, se ha convertido en una idea monolítica. Debemos ser felices como sea. Punto. Tenemos la obligación de cambiar lo que haga falta dentro de nosotros para disfrutar plenamente de la vida. ¿Y qué es lo que verdaderamente hay que cambiar? No sabemos muy bien pero sabemos que hay que hacerlo. De ahí que se haya creado toda una industria, increíblemente lucrativa, en torno a ello.
¿Le sorprende la cantidad de gente que parece disfrutar del presente mientras usted sólo está preocupado por la incertidumbre del futuro y algunos errores cometidos en el pasado? ¿Se ha agobiado en algún momento por encontrarse mal o desanimado, aunque fuese por un periodo breve de tiempo, y después sentirse culpable de haber albergado unas emociones que no debería tener y que le han hecho perder un valioso tiempo, aunque fuese efímero, donde podría haber sido feliz? ¿O ha estado repitiendo algunas manidas frases de pretendido positivismo sabiendo que, en alguna parte de su mente, había una molesta voz que le decía que eso no había quien se lo creyese? ¿No se ha dado cuenta de que hay muchísimas personas de su entorno que llenan sus redes sociales con imágenes “inspiradoras” sobre cómo cambiar su vida para ser feliz y hacerlo sin miedo pero conocen a esas personas y saben que no se atreven a hacer casi nada de lo que anhelan porque viven aterrorizadas por el miedo al cambio? O peor aún, ¿se ha dado cuenta de que usted es, o alguna vez ha sido, esa persona? Yo sí.
Esto es el resultado de lo que leí a una periodista, y lamento haber olvidado quién era, llamar “hiperfelicidad”. Es decir, la nueva moda de tener que sentirse bien todo el tiempo para disfrutar de cada instante de la vida. Y creo que, de una manera u otra, casi todos hemos caído en esa trampa. Yo me di cuenta cuando empecé a leer en las redes sociales muchos mensajes de otras personas asegurando, ya no que debíamos ser felices, sino que debíamos “exprimir cada segundo de nuestras vidas para sacarle todo el jugo”. En mi curiosidad literaria me preguntaba cómo era posible exprimir un segundo y, de hecho, terminé escribiendo un cuento sobre el asunto. Porque la sola idea de que yo, o cualquier otra persona, nos veamos obligados a disfrutar de todos y cada uno de los segundos de nuestra existencia me generaba una cierta angustia. Porque si hay uno o varios instantes de mi vida que no he logrado disfrutar, ¿significa que mi existencia está siendo un desperdicio?
Por eso, porque quiero ser feliz pero tampoco deseo ser presa de la felicidad, agradezco enormemente que Edgar Cabanas y Eva Illouz hayan escrito “Happycracia”; un ensayo que se atreve a cuestionar toda esta corriente de pensamiento positivo y el nuevo concepto que se nos ha impuesto sobre la felicidad. ¿Por qué? Porque quizá esa “felicidad” de la que tanto oímos hablar a diario a nuestro alrededor sea otra falacia que, bajo su apariencia de bondad bienintencionada, esconda una realidad bastante oscura. Y esta es que, durante las dos últimas décadas y especialmente a raíz de la crisis económica mundial de 2008, se ha extendido esta idea generalizada sobre cómo el individuo debe perfeccionarse a sí mismo y alcanzar la excelencia interior para readaptarse a todas las cambiantes circunstancias y las incertidumbres de esta nueva era.
Una actualización del mito del self-made person llevada al plano emocional donde todos los éxitos y fracasos existenciales del individuo dependen solamente de uno mismo. Que quien no sabe navegar en los nuevos tiempos, motivarse ante la más completa adversidad y sacar conclusiones positivas de todo ello está condenado, justamente, al fracaso. Y quien no se adapta a un entorno tan volátil y cae en el desánimo o la depresión es porque no ha trabajado lo suficiente dentro de sí mismo. “Happycracia” nos explica a la perfección cómo esta nueva visión, y versión, de la felicidad, sobre una base pretendidamente científica, está imbuida por el espíritu mismo del neoliberalismo.
Es decir, que la felicidad parece haberse convertido en un capital que debe acumularse de una manera constante donde el crecimiento personal sigue las mismas pautas del crecimiento económico porque mejorar uno mismo y ser más feliz es un trabajo donde no existe un límite porque uno siempre puede, y debe, cambiar para convertirse en su propia marca personal y en la mejor versión de su persona gracias al éxito que ofrece la fortaleza mental, el bienestar físico y la seguridad en sí mismo.
Un hecho ejemplificado en Gretchen Rubin, una gurú sobre la filosofía positiva. Según su propia hagiografía, Rubin era una mujer que se sentía muy feliz y satisfecha con su vida pero un día tuvo una epifanía donde se dio cuenta de que podía ser más feliz y estar más satisfecha así que empezó a cambiar su vida de arriba abajo para lograrlo. Y ahora, tras muchos años de profundos cambios personales y una exitosa carrera como escritora de manuales motivacionales y conferenciante de elevadísimos honorarios, asegura que es más feliz todavía de lo que ya era y quiere ayudar a que los demás sigan sus pasos.
¿Es la felicidad, por tanto, algo cuantificable?, se preguntan Edgar Cabanas y Eva Illouz. ¿Tiene sentido que alguien que se considere feliz, esa meta máxima a la que todos aspiramos, deba cambiar para ser más feliz aún? ¿Hay categorías de bienestar? ¿Jerarquías en la satisfacción? Estas son sólo unas pocas de las múltiples cuestiones que aborda un fantástico ensayo donde queda demostrado que la búsqueda de esa clase de felicidad inalcanzable termina generando, irónicamente, una gran frustración y malestar.
Ante todo hay que dejar claro que “Happycracia” no niega la felicidad. De hecho, los autores nos animan a buscarla pero siendo realistas y conscientes de que la vida es una fluctuación constante e impredecible de acontecimientos y emociones donde ni todo es luminoso ni tampoco oscuro. Y que vivimos en un mundo donde cada individuo tiene unas responsabilidades y una obligación de luchar por lo que quiere y por su bienestar pero donde no siempre es culpable de todo lo que le sucede y no siempre podrá lograr todo lo que se proponga por mucho que se esfuerce en ello. Que ni es necesario ni deseable juzgarse y autoexaminarse constantemente sobre lo que se piensa y se siente. Y sobre todo que nadie tiene la clave de cómo vivir y que cualquiera que asegure tenerla está, simple y llanamente, mintiendo. Quizá no lo haga malintencionadamente pero no resulta honesto ofrecer a la gente respuestas fáciles a cuestiones demasiado complejas.
Para terminar esta reseña más larga y autobiográfica de lo habitual quiero recordar un graffiti que decía “La felicidad está sobrevalorada. Lo importante es dormir ocho horas”. No me atrevería a decir que esta frase tan magnífica de sabiduría callejera anónima pudiera resumir la idea que persigue este ensayo pero sí creo que contiene mucha más verdad de lo que podamos leer en casi todos los libros de autoayuda que desbordan los estantes de las librerías. Desde luego, la incorporé a mi filosofía de vida nada más leerla. Quizá porque para mí, eso es ser feliz.