Vivimos en lo que, se presupone, un estado de bienestar. Oímos hablar durante semanas, todos los días en la televisión, leemos en los periódicos, aparecen noticias en muchos medios digitales, que salimos de la crisis, que esto ya está prácticamente superado, que no debemos echar la vista atrás, a lo que nos ha llevado al presente, sino que tenemos que mirar al futuro, a lo que está por venir, a esa especie de edén que supondrá un oasis económico donde, presumiblemente, todos vamos a ser dueños de nuestro propio dinero y, además, de nuestra propia vida. Y uno, el que suscribe, ve, escucha, lee, todas estas noticias, pero después lee libros como Silencio administrativo y se convierte en una especie de personaje de novela que está contratado para odiar a la humanidad, con algún que otro chiste de por medio, en una realidad en la que más nos valdría extinguirnos que seguir alabando el nombrado estado de bienestar. Siempre he creído que las personas deben estar informadas; que es necesario que, día a día, encuentren y puedan entender cómo funciona lo que les rodea para tener una idea, más o menos acertada, de lo que existe. Creo que por eso el libro de Sara Mesa me parece tan importante: porque pone en evidencia muchas de las falacias que tenemos en nuestra cabeza y porque nos hace entender que ver no es lo mismo que mirar y que el estado de bienestar ha durado, en los últimos años, lo mismo que nos dura un cigarrillo en el descanso del trabajo. Demasiado poco tiempo.
Beatriz ve a Carmen, una mujer que pide en la calle, y se decide a ayudarla. Lo que ella pensaba que sería fácil, lo que ella pensaba que podría reclamar, se transforma en una batalla donde la burocracia, los períodos largos y el silencio se convierten en lo que de verdad existe.
Recordad, por un instante, la película Astérix y las doce pruebas. La octava, si no recuerdo mal, era encontrar el formulario A-38, en un edificio donde las personas que se encontraban detrás de la ventanilla, enviaban de un lado a otro a los protagonistas. Es decir, burócratas jugando con la vida de quien necesita algo. Salvando las distancias, pero sí acercándonos un poco a ese momento de la película y encontrando paralelismos con Silencio administrativo uno se da cuente de lo que en este país supone enfrentarse a la burocracia más extenuante y contradictoria que se pueda conocer. La historia de Beatriz y Carmen es solo una más, un punto diminuto en todo el entramado de dilataciones, miradas hacia otro lado, negativas, palos en las ruedas y baches que la administración – con minúscula – comete a lo largo de toda una vida con aquellos que lo necesitan. Esa especie de comportamiento esquizofrénico donde se dice una cosa y al minuto siguiente la contraria, la que invalida la anterior, para poco después volver a la primera pero con variaciones. Una suerte de juego circense maldito que, aunque parezca ficción y lo olvidemos, es algo que se da y que convierte la vida de personas anónimas en un auténtico calvario. Claro que el libro de Sara Mesa no busca respuestas a esta problemática. Lo que busca es el debate, implantar el diálogo, hablar para que todo esto lleve a algún lado.
Pero hay algo en Silencio administrativo que me ha gustado especialmente: esa capacidad de poner frente al espejo nuestros propios prejuicios. El capítulo 7, titulado “¿Tabaco, móvil, perro?”, me parece tan aclaratorio de lo que digo que, hasta yo mismo me he dado cuenta de los automatismos que se producen en mi cabeza cuando pienso en la gente que pide para sobrevivir. Y no, obviamente, no me he convertido de la noche a la mañana en alguien tan humanista como confiado con todo el mundo. No hará falta que nadie me diga que hay gente que se aprovecha. Claro que la hay, pero no en los porcentajes que se publican. Yo lo he vivido en mis propias carnes, pero eso no significa que tengamos que confundir la forma con el fondo. Lo que ha hecho Sara Mesa con la historia de Beatriz y Carmen es narrar la vida como lo sabe hacer ella. Poner el foco en lo que tiene cierta pátina de mugre para que podamos sacudirlo. Porque habla mucho del estado de bienestar, de esa figura etérea y casi sagrada donde todos los ciudadanos tenemos los mismos derechos, las mismas oportunidades, la capacidad de manejar nuestra vida. Pero una vez terminado este libro, me he preguntado que el bienestar, el simple bien estar, ¿para quién es? Eso es lo que nos tendríamos que cuestionar.