No elegimos a nuestra familia. Se nos impone. A veces como una bendición, otras como las maldiciones más antiguas. Pero en cualquier caso, no somos nosotros los que decidimos, con nuestro dedo acusador, salir o entrar de esa mezcla de sangre y lazos invisibles. Además, la familia ha sido uno de los temas más antiguos a tratar en la literatura. Reconozco que, dicha temática, siempre me llama la atención cuando paseo por una librería y voy a ver qué libros pueden interesarme en un futuro. Y es curioso porque, cuando salió a la venta Nada se opone a la noche no fue un libro que me llamara especialmente. Había oído hablar maravillas de él, me lo habían vendido como uno de los mejores libros del 2012, y aun así, teniendo en cuenta lo que se nos propone en la contraportada, siempre renegaba de él. Lo veía, lo sostenía entre las manos, y volví a dejarlo en su sitio esperando que, en otra ocasión, algo me dijera que debía empezar a leerlo. Y llegó. De una forma casi improvisada me vi con él en las manos, sentado en mi sofá, y empezando las palabras con las que Delphine de Vigan nos muestra su particular mapa familiar: Mi madre estaba azul, de un azul pálido mezclado con ceniza, las manos extrañamente más oscuras que el rostro, cuando la encontré en su casa esa mañana de enero.
¿Qué escondemos? ¿Hay siempre dentro de nosotros algo que, por lo que sea, permanece siempre oculto? ¿Son los secretos, los silencios, la enfermedad, síntomas o causas de todo aquello que nos sucede? Leyendo a Delphine de Vigan uno puede plantearse todas estas cosas, mientras observa el deterioro silencioso de una madre que ya desde pequeña no tuvo aquello que se desearía. Porque al final el libro es una investigación familiar, un mosaico de palabras que se van encadenando para conformar un cuadro que nadie sabe si es del todo real o imaginario. Somos, en parte, lo que nos construyen los demás, y en Nada se opone a la noche observamos el drama, la sonrisa temblorosa, la infancia, la madurez, la soledad y la desesperación que a veces el amor trae aparejada, a través de los ojos de una autora que no puede ser objetiva, que se busca a sí misma, que se plantea los motivos de escribir, de crear, de meterse de lleno en un agujero negro que lo fagocita todo, que lo engulle y lo escupe sin ningún tipo de compasión. Y es que la familia, la real, puede ser un lobo que abre sus fauces para devorarnos.
¿Qué destaco, por tanto, de Nada se opone a la noche? Su franqueza, el presentarse con una desnudez que duele, que no tenga miedo de ahondar en el drama a pesar de ser la misma autora una de las protagonistas, y que se nos proponga un retrato tan descarnado como sobresaliente de lo que una familia puede significar para alguien. Hemos leído muchísimas historias sobre relaciones, sobre sagas familiares, generaciones que fueron pasando a lo largo de los siglos, pero que terminan por quedar deslavazadas entre tanto personaje. Lo que hace Delphine de Vigan es centrarse en un punto determinado, en un instante de los que duelen, de los que uno no está preparado para entender, y extender a través de él toda una vida que, aunque pueda parecernos dura, es curioso cómo resulta necesaria a los ojos del lector. No en vano, las relaciones familiares se construyen a través de pequeños círculos que, unidos, crean unas ondas de destrucción y protección que van resquebrajándose por alguno de sus lados.
Soy de los que piensan que, en ocasiones, leer debe doler, apuñalarte, desgarrarte un poco por dentro para después ir cicatrizando poco a poco. Al final, leer es un poco como ir viviendo sólo que, en este caso, es posible pararlo en el momento que nosotros queramos con sólo cerrar la página. Volveré a la autora más adelante. La disfrutaré seguramente. Porque alguien que termine un libro diciendo estas palabras me hace reconocer el valor de enfrentarse a sus propios demonios:
Lucile murió como deseaba: viva. Hoy soy capaz de admirar su valor